Un Frank Sinatra pop vegetariano

Morrissey apareció con el porte de un galán maduro de Hollywood, aceptando con más cortesía que entusiasmo los gladiolos de los seguidores argentinos. Después de todo, parece estar un poco harto de esa vieja costumbre. “¡Buenos Aires buenas noches!”, rugió el bocón y empezó con “Hairdresser on fire”, uno de los hits de su carrera solista. Un poco más gordo de lo que la mayoría de sus seguidores suponía, peinándose las canas de un jopo algo desplumado, con la voz y los modales de siempre, el ex Smiths revoleaba el cable del micrófono mientras los fanáticos se hacían pellizcar. Al segundo tema se deshizo del saco de terciopelo azul con un gesto melodramático, en medio de la grave interpretación de “Alma Matters”. “Bienvenidos a un show desgraciado”, dijo Morrissey como burlándose del personaje Morrissey, al comienzo de un concierto por momentos épico, sinatresco, bastante incómodo para los que se acercaron a escuchar “Bigmouth strikes again” y todos los éxitos de los Smiths, como promovía la tramposa campaña publicitaria. Pero ver al héroe de la derrota romántica en Buenos Aires, cantando esas canciones capaces de “salvar vidas”, fue una recompensa dorada para los fans argentinos que durante quince años copiaron escrupulosamente su peinado y su vestuario y que tradujeron cada verso de Mozzer con dedicación de exégetas.
El show se basó en el concepto de Vauxhall and I, un disco de 1994 que presentaba a Morrissey más cerca de Dean Martin que de Joe Strummer. Y si bien la banda con que llegó a Buenos Aires parece un combinado de modelos rockabilly, directamente extrapolados de un casting para una película de John Travolta en plena fiebre disco, el autor de Viva Hate sigue desarrollando su papel de crooner. “Billy Bud”, “Now my heart is full”, “The more you ignore me, the closer I get” y “I am hated for loving”, todas de Vauxhall..., marcaron el camino. Morrissey regalaba al público sus remeras de un boys club y se las cambiaba por otras idénticas una y otra vez, mientras la lluvia de gladiolos no menguaba. Los émulos locales del manchesteriano, con lentes de montura negra como los que usaba en los ochenta y tenaces jopos altos, resaltaban entre un público mayoritariamente treintañero, sobreviviente de los ochenta. Muy pocos adolescentes en el Luna, chicos que heredaron los discos de sus hermanos mayores o que conocieron a los Smiths gracias a los elogios públicos de las estrellas del brit pop.
“Venimos de un lugar llamado Stinkland (algo así como Tierra apestosa)... eh, digo England”, se presentó el hombre en una de las primeras muestras de su acidez. Se paseaba por el escenario con la naturalidad con que debe andar por su mansión en Los Angeles (donde se mudó hace poco), bromeaba con los seguidores que lograban acceder al escenario y abrazarlo y les extendía la mano a los de primera fila, perfectamente consciente de que no olvidarían el gesto jamás. De los Smiths cantó cuatro temas. Primero fue una versión un poco anoréxica de “Half a person”, un tema del primer disco de la banda. Después la balada “Last night I dreamt that somebody loved me”, del último álbum (Strangeways, here we come). “Un día su cuerpo tomará una decisión importante, y ojalá esta canción ayude”, pronunció antes de “Meat is murder”, que habla en tono de catástrofe sobre el “crimen” de comer carne animal. La voz de Morrissey no decepcionó en ningún momento, y si bien la suma de las guitarras de Boorer Martin James y Alan White da como resultado una copia anémica de Johnny Marr, lo único que verdaderamente importa es la figura del cantante. Y las canciones, claro. “Ouija Board, ouija Board”, “Break up the family” y “November spawned a monster” fueron tres de los mejores momentos de la performance.
“Shoplifters of the world unite”, con un estribillo que exhorta a los rateros del mundo a unirse, cerró la hora y media de concierto. Fue el único bis, un tema de los Smiths con que el poeta decidió cerrar la velada. A esa altura se había cambiado la remera de West Ham por un traje que parecía de cuero. “Esto no es cuero, esto es plástico”, se apuró en aclarar él, vegetariano y defensor de los derechos de los animales. “Yo soy de plástico. ¡Los amo, nos vemos dentro de 25 años!”, se despidió sin más excusas. Los músicos siguieron con el epílogo instrumental de la última canción, pero ya no le importaba a nadie. Morrissey había abandonado el escenario y no volvería nunca más. Se prendieron las luces, empezó a sonar “My Way” en versión Frank Sinatra y la cosa quedó ahí. Hasta dentro de 25 años.

regresar