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No
sé lo que es la felicidad
“Ahora sé
que el dolor, la más noble emoción de que es capaz el hombre, es a un
tiempo el modelo más original y la piedra de toque del gran arte.” Oscar
Wilde, el autor favorito de Morrissey, escribió esto en una carta despechada
dirigida a su amante, mientras purgaba una condena en prisión acusado
de homosexualidad (1895-1897). “No soy feliz; cualquier aspecto de la
vida me deprime”, dijo alguna vez el ex cantante y letrista de The Smiths,
una de las bandas de rock más inspiradas y perdurables de los 80. Morrissey
transformó el dolor en arte, lo expuso en tramposas y perfectas melodías
pop, y le abrió al mundo la puerta de su habitación de poeta atormentado,
ambiguo, ególatra, célibe, bocón y solitario.
“A menudo cuento historias muy enfermizas”, reconoció en 1985, cuando
los Smiths ya se habían convertido en el orgullo del rock británico independiente
y tenían pocos pero buenos fans argentinos. “Pero es que no puedo recordar
cosas como revolcarse en la paja o estar en el campo dibujando caballos.
Unicamente recuerdo estar sin un centavo en calles muy oscuras.” A trece
años de la disolución de su banda, y en medio de una carrera solista irregular,
el manchesteriano debutará el jueves en Buenos Aires, en el Luna Park,
en una escala de su gira por Sudamérica a propósito del lanzamiento de
su CD Oye Esteban!. Sus fans locales están que arden.
Hijo de una bibliotecaria y de un portero de hospital, Steven Patrick
Morrissey nació el 22 de mayo de 1959. Su vida transcurrió más o menos
felizmente hasta 1966, cuando entre sus padres se desataron las peleas
que al cabo de diez años los llevarían al divorcio. A su vez, Manchester
se estremecía con la noticia de que un hombre y su secretaria habían asesinado
a tres chicos después de violarlos. El crimen afectó mucho al pequeño
Steve, al punto de que lo inspiraría a escribir “Suffer Little Children”,
su primer tema musicalizado por Johnny Marr, guitarrista increíble y capitán
sonoro de los Smiths. “Leía insistentemente”, cuenta el cantante sobre
su infancia. “De niño nadaba en libros, lo que en un momento se te hace
funesto. No podés ni responder a la puerta sin ser tremendamente analítico.”
Su adolescencia fue angustiosa y solitaria. “Nunca fui joven”, declaró
cierta vez. Asexuado y tímido, creó algunos fanzines punks y escribió
dos agudas biografías de los New York Dolls y James Dean (titulada James
Dean is not dead).
Desde el primer disco de la banda (The Smiths, 1984), la prensa sensacionalista
se echó encima del cantante. Molestaba un poco en la Inglaterra neovictoriana
de Margaret Thatcher la figura de ese artista con el jopo alto, que se
paseaba por los escenarios blandiendo gladiolos y vistiendo camisas de
colores compradas en negocios de ropa para señoras gordas. Morrissey respondía
a los rumores sobre sus hábitos sexuales: “Constantemente contemplo a
la gente en pareja y, francamente, sólo veo almas en agonía. No conozco
ninguna relación en el mundo que haya sido armoniosa”. Mientras tanto
seguía escribiendo las mejores canciones del momento, y eliminaba las
afectaciones vocales del principio para dar lugar a un estilo de interpretación
singularmente emotivo. Llegaría el rudo y notable manifiesto de rock vegetariano,
Meat is Murder (La carne es asesinato); la obra maestra The Queen is Dead,
y ese testamento a la altura de las circunstancias que fue Strangeways,
Here We Come.
Después de la separación del grupo, Moz empezó su carrera solista con
un gran álbum, Viva Hate. Desde entonces sostuvo un público fiel (aunque
los Smiths nunca fueron la banda número uno en ventas) y editó un puñado
de discos con diversos resultados. Vauxhall and I, Your Arsenal y el debut
están entre los mejores. Hoy, con todos sus discípulos del brit pop de
los noventa (Noel Gallagher de Oasis, Jarvis Cocker de Pulp, Brett Anderson
de Suede) peleando por conquistar el mundo, se convirtió en un clásico
impermeable, que no cambió de estilo ni de estética, que se mantiene imperturbable
al costado de cualquier moda. Mark Simpson, autor de la biografía-ensayo
Saint Morrissey, escribió en The Guardian un artículo sobre las devastadoras
consecuencias que tuvo su existencia para el destino del rock británico.
“No sólo el brit pop fracasó en el propósito de desplazar al dance de
su sitial de los 90 –el único logro que hubiera justificado su existencia–,
sino que además falló miserablemente en su más grande ambición: Norteamérica.
Y si el brit pop falló en Norteamérica es porque los norteamericanos ya
habían comprado el artículo genuino: Morrissey.
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